CINELANDIAS 'El signo de la Cruz': lascivia, ninfomanía y oscuras depravaciones
Cecil B. DeMille ofrece una película de sensualidad enfermiza y oscuras depravaciones con una lascivia galopante, desnudos, baños lésbicos y escenas picantes que sacaron de quicio a las ligas de la decencia.
No creo que nadie haya dominado mejor que Cecil B. DeMille (1881-1959) los resortes del cine con trasfondo bíblico o religioso. Pionero y casi fundador de Hollywood, execrado por varias generaciones de cinéfilos pelmazos (sospecho que por haber colaborado en la caza de brujas del senador McCarthy), nadie que no tenga completamente obturada la sensibilidad puede denostar hoy a DeMille, uno de los más grandes genios del cine, caracterizado por un estilo arrebatado y ampuloso, a la vez candoroso y sicalíptico, circunspecto e insinuante de oscuras depravaciones.
Ya durante la época del cine mudo, DeMille había probado su destreza para las adaptaciones de asunto religioso, con títulos como Los diez mandamientos (1923) y El rey de reyes (1927); y, con posterioridad a El signo de la Cruz (1932), aún rodaría las fastuosas Cleopatra (1934), Sansón y Dalila (1949) y de nuevo Los diez mandamientos (1956).
El signo de la Cruz se basaba en un exitosísimo drama de Wilson Barrett, influido notoria (y aun abusivamente) por el Quo Vadis? de Sienkewicz, que ya había sido adaptado por Frederick A. Thomson en 1914. La película de DeMille se inicia con un Nerón (Charles Laughton) blandito y bujarroncete que se regocija ante el incendio de Roma que él mismo ha provocado; pero cuya responsabilidad endosará a los pacíficos cristianos, ordenando que sean arrojados a los leones. En esta empresa persecutoria participará el prefecto Marco (Fredrich March), amante de la aviesa emperatriz Popea (Claudette Colbert), a quien Nerón tiene abandonada y más salida que el pico de una plancha. Cuando Marco se enamore de la cristiana Marcia (Elissa Landi), Popea se pondrá celosísima; y no parará hasta que la intrusa pague con su sangre la osadía.
En toda la película tiene una presencia sofocante la lascivia en sus más variopintas expresiones: la derramada y ambigua blandenguería de Nerón, la sarcástica ninfomanía de Popea, la virilidad arrolladora y fiestera de Marco; y, frente a ellas, asediada de todas, la virtud obstinada de Marcia. Para ponerla a prueba, Marco la llevará a una bacanal, donde la danzarina Ancaira (Joyzelle Joyner) bailará en su derredor, tratando de corromperla (o siquiera de empujarla a la bollería), pero Marcia no cede, por mucho que lo anhelen los viejos verdes que contemplan el numerito refocilándose con otras pindongas. Justo entonces los cristianos que van camino de las mazmorras del circo pasan junto al burdel, entonando sus cánticos, que se superponen a la voz estragada por el vicio de Ancaria, hasta ahogarla.
La danzarina Ancaira trata de corromper a Marcia (o siquiera de empujarla a la bollería), pero ella no cede, por mucho que lo anhelen los viejos verdes que contemplan el numerito refocilándose con otras pindongas
Es una secuencia de una sensualidad enfermiza y a la vez ingenua, muy en el estilo DeMille. Aunque, sin duda, el tramo más polémico de la película es el del circo romano, en donde no faltan, aparte de los consabidos combates entre gladiadores, amazonas peleando a muerte con pigmeos, más la calenturienta y peregrina ofrenda a un gorila de una doncella desnuda (y amarrada a un poste). Luego vendrá el sacrificio de los cristianos, del que DeMille nos ahorra los momentos más crudos, para no enfadar más (todavía) a las ligas de la decencia que andaban por entonces husmeando sus películas; y es que a los artistas religiosos que no se resignan a la mojigatería siempre los ha perseguido el fariseísmo oficial.
Pero los mejores planos de El signo de la Cruz discurren en las mazmorras del circo y en la escalinata que han de ascender los cristianos para salir a la arena, donde DeMille filma uno de los planos más hermosos y mejor iluminados de su carrera, henchido de emoción y de una belleza a la vez pomposa y trágica, con una fotografía en verdad apabullante de Karl Struss, el operador del Amanecer de Murnau.
El signo de la Cruz sería profusamente mutilada algunos años después por la cofradía meapilas; y durante décadas no pudo verse completa, sino despojada de sus planos más sicalípticos o crueles, amén de precedida por un prólogo moralizante y farragoso que da grima. Entre las secuencias entonces amputadas (y ya por fortuna restituidas) debe citarse el célebre baño de Popea, donde la emperatriz pide a una de sus amiguitas que se bañe con ella, para contarle chismes sobre el gallardo Marco. Por supuesto, Popea y su amiguita nos enseñan (¡de refilón!) las tetillas, que sin duda debieron beneficiarse de este baño, pues –según cuenta la leyenda— fue en auténtica leche de burra, mandada traer por DeMille a los estudios en camión frigorífico. Tal vez sea una patraña, pero ya decía Wilde que la misión del arte no era otra sino decir bellas falsedades.
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