CINELANDIAS 'La mujer del cuadro', los peligros de las fantasías eróticas
Con mucha habilididad, Fritz Lang mete al espectador en el pellejo del atribulado protagonista y maneja una gradación virtuosa del suspense en este turbulento melodrama que es una parábola sobre los peligros de las fantasías eróticas y los devaneos de los cuarentones.
Viernes, 05 de Enero 2024, 09:20h
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Fritz Lang (1890-1976) no necesitaba hacer cine negro, porque todo su cine participa, en mayor o menor medida, de los climas, inquietudes y obsesiones propios del género; y a sus personajes siempre los acecha una fuerza sin rostro, una amenaza sin forma, un miedo sin contornos. Hay en Lang una insomne pululación noir, que a veces se resuelve en miedo paranoico a un enemigo que anda suelto, capaz de los crímenes más aberrantes y alevosos, y otras veces se desborda en denuncia social. Durante los años de la segunda guerra mundial, a Lang le tocó hacer películas de propaganda antinazi más o menos encubierta o descarada, en las que una vez más el elemento noir es ingrediente sustantivo de las tramas. Y, hacia mediados de la década de los cuarenta, iniciará con La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) una tetralogía que podríamos adscribir al noir psicológico, con una presencia ubicua de elementos freudianos que, en algún caso –pensamos, sobre todo, en la parcialmente fallida Secreto tras la puerta–, puede llegar a resultar atosigante.
La mujer del cuadro está basada en una novela de J. H. Wallis, que Nunnally Johnson adaptó sin endulzar sus pasajes más pesimistas, hasta rematarla con un final desesperado que Fritz Lang prefirió aliviar. Siempre había deseado Lang realizar una película onírica; y aquel guión de Johnson, perfumado por un cierto fatalismo sombrío, le pareció el palimpsesto perfecto sobre el que ejecutar este anhelo. De este modo, lo que en principio era una tragedia de fondo nihilista se convierte en un turbulento melodrama con pirueta amable final, infinitamente más irónico y malévolo.
Un hombre anodino
Su protagonista, el profesor Richard Wanley (Edward G. Robindon), es un hombre anodino y afable, de existencia pacífica o rutinaria, que tras la marcha de su esposa e hijo para una cortas vacaciones, vivirá inopinadamente una perturbadora aventura galante con Alice (Joan Bennett), una mujer misteriosa y sensual, a la que conoce al salir de su club, mientras admira en el escaparate de una galería de arte… ¡un retrato suyo! A este azar en apariencia gozoso se sucederán otros funestos: después de subir al apartamento de Alice, en lo que se bosqueja como una aventura galante, Wanley sufrirá la agresión de un pretendiente suyo, un energúmeno que se abalanza sobre él sin miramientos, dispuesto a estrangularlo. Wanley recibirá entonces la ayuda de Alice, que le tiende unas tijeras, con las que despacha al energúmeno. Con la complicidad de Alice, se deshará del cadáver, en una noche lluviosa y fantasmal; pero, por supuesto, sus problemas no han hecho sino comenzar…
El encargado de investigar la desaparición del pretendiente de Alice será el fiscal Frak Lalor (Raymond Massey), compañero de Wanley en las tertulias vespertinas del club. A partir de aquí Lang juega con su personaje un juego muy refinadamente sádico, haciéndolo tropezar cándidamente en todas las trampas que un criminal ducho soslayaría; pero ni todos sus tropiezos, cada vez más gruesos y aparatosos, bastarán para incriminarlo, por la sencilla razón de que el fiscal no puede concebir que un hombre tan inofensivo como Wanley pueda ser el asesino que busca. La habilidad del Lang consiste en meter al espectador en el pellejo del atribulado Wanley, primeramente haciéndolo partícipe de su deslumbramiento ante Alice, luego permitiéndole disfrutar de su breve conquista, y finalmente obligándolo a compartir sus recelos y aprensiones, zozobras y angustias, y también sus torpezas y aturullamientos, mientras se desarrollan las pesquisas policiales, hasta que su situación se va haciendo más y más agónica y comprometida, en una gradación virtuosa del suspense.
Fritz Lang se saca de la chistera un quiebro muy eficaz y efectista, que cambia por completo la perspectiva del espectador
Aún la trama de La mujer del cuadro se complicará más con la aparición de Heidt (Dan Duryea), un chantajista que tratará de extorsionar a Alice, de un modo muy sibaríticamente cruel, conduciendo la historia hacia pasadizos cada vez más angostos que prefiguran un desenlace trágico. Pero aquí Lang se saca jovialmente de la chistera un quiebro muy eficaz y efectista, que cambia por completo la perspectiva del espectador, hasta entonces oprimido por la desazón y de repente aliviado como el propio Wanley, y también escarmentado ante hipotéticas aventuras extraconyugales. Entretanto, muy socarronamente, Lang nos ha deslizado una parábola sobre los peligros de las fantasías eróticas y los devaneos de los cuarentones, que siempre han soñado –dormidos o despiertos— con tropezarse en la calle con una mujer enigmática y jarifa, noctámbula y hospitalaria como Joan Bennett, a quien podemos seguir disfrutando en Perversidad, la siguiente joya de la filmografía languiana, de nuevo flanqueada por Robinson y Duryea.
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