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Mi hermosa lavandería

'Hija del volcán'

Isabel Coixet

Viernes, 31 de Octubre 2025, 11:33h

Tiempo de lectura: 3 min

Jenifer de la Rosa vuelve a un país que apenas recuerda, a un pueblo que ya no existe, a una madre que tal vez siga respirando en algún lugar de Colombia o tal vez solo en su memoria. Tenía un año y medio cuando la arrancaron de la tierra que el Nevado del Ruiz había convertido en cementerio. Treinta años después, con una cámara en la mano y el corazón hecho un nudo, regresa a preguntar lo que nunca debió necesitar preguntar: quién soy, de dónde vengo, por qué yo sí sobreviví.

Es este un filme modesto en sus medios, inmenso en su alcance. No hay trampa ni cartón. Hay una cineasta que se desnuda emocionalmente frente a la cámara

El 13 de noviembre de 1985, más de 23.000 personas murieron cuando el volcán sepultó Armero bajo una avalancha de lodo y ceniza. Jenifer fue uno de los tantos niños que sobrevivieron y fueron dados en adopción fuera del país. Llegó a Valladolid con un año y medio, creció entre dos mundos, dos idiomas, dos silencios. Y ahora vuelve con una necesidad imperiosa de contar, de entender, de reconstruirse. 

Hija del volcán es una de esas películas que nos recuerdan que el cine no necesita efectos especiales ni grandes estrellas para conmovernos hasta los huesos. Necesita un punto de vista, una mirada propia, una verdad que late debajo de cada plano. Y Jenifer de la Rosa tiene eso: una historia tremendamente personal que, paradójicamente, se vuelve universal en cada fotograma.

El documental no busca el espectáculo del horror –ya hubo suficiente horror en 1985–, sino algo más difícil: la textura íntima del desarraigo. Esa sensación de ser extranjera en todas partes, incluso en el espejo. La cámara la acompaña con pudor, sin entrometerse, como quien sostiene la mano de alguien que tiembla. No hay travellings sofisticados ni iluminación de catálogo. Hay proximidad, hay verdad, hay una cámara que respira al mismo ritmo que su protagonista.

Lo que me conmueve de esta película es su negativa a dramatizar. No hay música manipuladora, no hay llantos ensayados, no hay voz en off impostada que nos explique qué debemos sentir. Solo la respiración entrecortada de quien busca y no encuentra, o encuentra demasiado poco, o demasiado tarde. La estructura fragmentaria, casi onírica, no es un capricho estético: es la única forma honesta de narrar una identidad rota, construida entre pedazos que no encajan del todo. Cada testimonio, cada documento hallado, cada conversación con otros supervivientes funciona como un espejo astillado que refleja los vacíos de toda una generación arrancada de sus raíces.

Jenifer no está sola: su historia es la de miles de niños adoptados que crecieron con un vacío en el pecho y un nombre que tal vez no era el suyo. La diáspora de los huérfanos, los que fueron salvados y perdidos al mismo tiempo. Y aquí está la magia de este documental hecho con un corazón inmenso: que lo personal se vuelve colectivo, que el dolor de una se convierte en el espejo donde miles de personas pueden reconocerse. Las voces de los otros supervivientes –calmas, resignadas, pero firmes– dan cuerpo a una memoria muchas veces silenciada, y el filme se transforma en un acto coral de resistencia contra el olvido.

En tiempos donde el cine parece obsesionado con los millones invertidos, con las franquicias y las secuelas de las precuelas, Hija del volcán nos devuelve a lo esencial: una persona con algo que contar y el valor de contarlo. No hay trampa ni cartón, no hay presupuesto que esconda la falta de ideas. Hay una cineasta que se desnuda emocionalmente frente a la cámara y nos invita a acompañarla en un viaje que es suyo, pero también nuestro. Porque todos, de alguna forma, somos hijos de algún volcán. Todos cargamos con ausencias, con preguntas sin respuesta, con la sensación de que algo fundamental se perdió en algún momento y ya no sabemos cómo recuperarlo. Es este un filme modesto en sus medios, inmenso en su alcance. Una prueba de que con un punto de vista interesante, tremendamente personal, se pueden contar las historias más universales. Y que en el barro del olvido, si alguien se atreve a escarbar con las manos desnudas, aún pueden germinar voces.

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