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Pequeñas infamias

Callada grandeza

Carmen Posadas

Viernes, 31 de Octubre 2025, 11:35h

Tiempo de lectura: 3 min

Por estas fechas, Sofía, reina de España, cumplirá 87 años. Tendrá también otra fecha que celebrar, la del 22 de noviembre, que es cuando se cumplen 50 años de la restauración de la monarquía que la convirtió en reina consorte. Como les he comentado en más de una ocasión, yo no soy monárquica; siendo sudaca, es una institución que me resulta ajena. Eso no quita para que sea capaz de apreciar sus virtudes como agente estabilizador.

Tampoco creo que sea casualidad que muchos de los países más avanzados y más prósperos económicamente hablando sean monarquías parlamentarias como la que tenemos en España. Estos días se hablará mucho del fin del régimen franquista y de la llegada de la democracia, en la que el rey Juan Carlos I jugó un papel central. Pero serán muchas menos las voces que recuerden que junto a él estuvo siempre ella, doña Sofía. Una mujer discreta, leal, sin afán de protagonismo y con una cualidad que empieza a estar en vías de extinción: sentido del deber.

No soy monárquica. Es una institución que me resulta ajena. Pero soy capaz de apreciar sus virtudes de agente estabilizador

En las raras ocasiones en las que ha concedido  entrevistas, resumió con estas palabras en qué consistía para ella ser reina. «Consiste –dijo– en desterrar de mi vocabulario la expresión 'no me apetece'». Algo similar declaró una vez Isabel de Inglaterra, y desde luego lo cumplió estando en activo hasta prácticamente el último día de su larga vida. Habrá quien piense que ser reina (o rey) consiste en vivir a cuerpo de ídem, rodeado de aduladores, viajar en avión privado, cubrirse de joyas y no tener que preocuparse de hipotecas ni de cómo llegar a fin de mes. Y, por supuesto, así es. Pero luego está la cara B, que supone estar siempre en un escaparate donde son escrutados, juzgados y, en estos tiempos iconoclastas, criticados, viviseccionados y, cada vez con más frecuencia, condenados. En el caso de una reina consorte, este escrutinio adquiere tintes sexistas: que si mira qué traje se ha puesto; que si el pelo así le queda fatal; que si está muy flaca, muy gorda… Por eso es todo un arte volar por debajo (o por encima) del radar para que ninguna de esas fruslerías empañe una tarea que va mucho más allá de eso que los franceses llaman sois belle et tais-toi y que, en román paladino, viene a ser «sé guapa y cierra el pico». De hecho, una reina, lejos de ser un elemento meramente ornamental, es un gran activo para la monarquía y también para un país. Una soberana carismática, como Sissi de Austria, o una resolutiva y valiente, como demostró ser la madre de Isabel II de Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial; incluso una reina discreta y caritativa, como Fabiola de Bélgica, cimentan vínculos importantes con la población. Por el contrario, cuando las reinas no gozan de aceptación popular, se producen situaciones complejas. No creo que haga falta recordar los casos de María Antonieta y de Alejandra, la esposa del último zar de Rusia, para comprender la importancia que tiene este rol que, en apariencia, es solo decorativo y accesorio. Pero, volviendo a doña Sofía, me gustaría destacar otro aspecto de su personalidad que siempre me ha llamado la atención. Hablo de sus desvelos por potenciar y preservar la institución a la que representa, aun si esto supone un coste personal. Sus detractores opinan que si ha aguantado de modo tan estoico todos los desdenes e infidelidades de su marido es porque no quiere perder su estatus de reina. Aparte de denotar una gran ignorancia, esta afirmación destila mala fe. No es necesario ser muy espabilado para darse cuenta de que, a estas alturas de su vida, le sería mucho más fácil abandonar sus quehaceres y retirarse a hacer lo que le gusta. En cambio, sigue aquí, dando su apoyo a causas que considera importantes para la gente como hizo la Semana Santa pasada al asistir, bajo la lluvia y a sus 86 años, a las procesiones. Porque ser reina consiste en algo más que en no decir nunca «no me apetece». Consiste, en su caso, en apoyar a su hijo o a su nieta y colaborar hasta el último de sus días en que prevalezca la institución que ambos representan. Como antes he dicho, no soy monárquica, pero admiro a quien es coherente con lo que cree y se desvive por los suyos. Feliz cumpleaños, señora, y gracias por tan callada grandeza.

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