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Viernes, 20 de Junio 2025, 11:05h
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Londres, 1949. Un estudio de radio de la BBC. Sir Fred Hoyle, un astrónomo británico con fama de gruñón, está a punto de bautizar sin querer la teoría que odia. Sentado frente al micrófono aquel 28 de marzo, Hoyle pretende explicar a la audiencia las ideas de sus rivales sobre el origen del universo, que considera erróneas, antes de exponer la suya. Describiendo la hipótesis de un universo que comenzó en un instante, con toda la materia y energía concentradas, dijo con retranca que esta teoría se basaba «en la hipótesis de que toda la materia en el universo fue creada en un gran estallido... un 'big bang'».
La broma del destino es que su propia teoría, el modelo del estado estacionario –que proponía un universo eterno–, quedó relegada con los años, mientras que el Big Bang, el término que acuñó para ridiculizar a su oponente, se convirtió en sinónimo de la creación del cosmos.
El verdadero 'padre de la criatura' fue un sacerdote católico belga: Georges Lemaître. Ya en 1927, Lemaître propuso que el universo había surgido de la expansión de un único punto primordial, un átomo primigenio al que llamó 'el huevo cósmico'. La reacción de los grandes de la época fue de desdén. Albert Einstein le dijo a Lemaître que sus cálculos matemáticos eran correctos, pero que su física era «abominable». Einstein, aferrado a la idea de un universo estático, incluso introdujo una «constante cosmológica» en sus famosas ecuaciones de la relatividad general para evitar la expansión, algo que más tarde lamentaría como «el mayor error de mi vida».
Lemaître, a pesar de ser sacerdote, insistió en separar ciencia y fe. Cuando el Papa Pío XII intentó usar su teoría como «prueba científica» de la creación divina, Lemaître se opuso, argumentando que la física y la religión eran dos caminos diferentes para buscar la verdad.
Mientras a Lemaître lo ponían 'a caldo', otro gigante hacía observaciones cruciales. Edwin Hubble, un astrónomo con un ego a la altura de su telescopio de 100 pulgadas (un espejo de 254 centímetros) en el Observatorio Monte Wilson, de Los Ángeles. Hubble era tan vanidoso que usaba un monóculo innecesario, fingía acento británico siendo estadounidense y se ponía una pipa en los labios para dar imagen de intelectual. En 1929 constató que las galaxias se estaban alejando de nosotros. Esta fue la primera evidencia de un universo en expansión y una validación para la teoría de Lemaître.
Aquí es donde viene el malentendido que aún hoy confunde a mucha gente. La imagen popular del Big Bang es la de una explosión gigantesca en un espacio vacío preexistente, la madre de todos los estallidos. Pero eso es incorrecto. El Big Bang no fue una explosión en el espacio porque no existía el espacio y, ya puestos, tampoco el tiempo; fue el nacimiento y la rapidísima expansión del espacio-tiempo mismo.
La diferencia es abismal. En una explosión común, los fragmentos se mueven a través de un espacio que ya está ahí. En el Big Bang, el propio espacio comenzó a existir y a estirarse. No es que las galaxias sean como metralla que vuela por el cosmos, sino que es el espacio entre ellas lo que se expande, empujándolas. La analogía es la de un pastel de pasas que se cuece en el horno. Las pasas son las galaxias, y la masa del pastel es el espacio. A medida que el pastel se hornea, las pasas se alejan unas de otras, no porque se muevan solas, sino porque la masa crece.
En realidad, el Big Bang pasó por varias fases dramáticas en sus primeras fracciones de segundo. La más espectacular fue la inflación cósmica. En un brevísimo pestañeo, el universo se expandió desde un tamaño subatómico hasta ser mayor que una manzana. Puede no sonar muy impresionante dicho así, pero es como si un grano de arena se convirtiera instantáneamente en el sistema solar. Después de este estirón, el universo siguió expandiéndose, pero a un ritmo mucho más 'tranqui', unos 70 kilómetros por segundo por megaparsec. Es la constante de Hubble. Significa que, si dos galaxias están separadas por un megaparsec (una distancia de 3,26 millones de años luz), se alejan la una de la otra a 70 kilómetros por segundo. Y cuanto más lejos estén, más rápido se alejarán.
El asunto es más 'movido' de lo que parece. No solo se expande el tejido mismo del espacio-tiempo desde el Big Bang, alejando a las galaxias unas de otras. Cada galaxia tiene su movimiento peculiar debido a atracciones gravitatorias, como nuestra Vía Láctea, que se desplaza hacia el Gran Atractor a 600 kilómetros por segundo, o Andrómeda, que se acerca a nosotros a pesar de la expansión universal. La clave está en la escala: a distancias cosmológicas domina la expansión del universo, mientras que a escalas locales –grupos y cúmulos de galaxias– los movimientos gravitatorios pueden ser más importantes e incluso contrarrestar esa expansión.
Muchos científicos, hoy en día, odian el término 'Big Bang' no porque estén en desacuerdo con la teoría, sino porque es engañoso. Evoca un estallido descomunal, pero el Big Bang no hizo ningún ruido. El sonido necesita un medio material para propagarse: aire, agua, metal, lo que sea. Necesita moléculas que vibren y transmitan esa vibración. En el vacío no hay sonido, como dice el eslogan de la película Alien: «En el espacio, nadie puede oír tus gritos». Y en los primerísimos instantes del Big Bang ni siquiera existía la materia tal como la conocemos. No había átomos, no había moléculas, no había medio para que se propagara un sonido.
Pero volvamos al debate entre el Big Bang y el estado estacionario de Fred Hoyle, que duró décadas. Gueorgui Gámov, un físico soviético que huyó a Estados Unidos con su esposa, predijo que si el universo comenzó en un estado extremadamente denso y caliente debería quedar un remanente de aquella radiación primordial. La lógica era simple: si todo el universo estaba comprimido en un punto supercaliente y luego se expandió, tiene que haber dejado algún rastro. ¿Y qué rastro sería ese? Pues calor. Mucho calor al principio –billones de grados– que se ha ido enfriando durante miles de millones de años. Gámov y su estudiante de doctorado Ralph Alpher predijeron que ese calor residual del Big Bang debería estar por todo el universo en forma de radiación de microondas a una temperatura de unos pocos grados por encima del cero absoluto. «Tiene que haber como un eco térmico del Big Bang por todas partes», propusieron.
La predicción quedó en el olvido. Hasta que, en 1964, dos ingenieros de los laboratorios Bell, Arno Penzias y Robert Wilson, se toparon con ella por accidente. Estaban intentando calibrar una antena supersensible y detectaron un molesto ruido de fondo que parecía venir de todas partes y que no podían eliminar. ¿Recuerdas el ruido de la estática cuando un viejo televisor, de aquellos 'con culo', no sintonizaba ninguna emisora y solo se veía 'nieve' y se oía un chisporroteo? Pues algo así.
Su primera sospecha recayó sobre las palomas que habían anidado en la antena y la habían llenado de lo que describieron como «material dieléctrico blanco» (léase: excrementos). Limpiaron la antena a conciencia, pero el ruido seguía ahí. Lo que Penzias y Wilson habían descubierto era la radiación de fondo de microondas. El eco del Big Bang, un resplandor uniforme que permea el cosmos a unos 2,7 grados kelvin (que son –270 ºC). Por este hallazgo fortuito recibieron el Premio Nobel de Física en 1978. Mientras tanto, Alpher y Gámov, que lo habían predicho 16 años antes, quedaron como notas a pie de página. En 1992, el satélite COBE, liderado por John C. Mather y George Smoot, mapeó la radiación de fondo cósmico con una precisión asombrosa, dándonos la 'foto de bebé' del universo cuando tenía solo 380.000 años.
Esta radiación es la 'luz fósil' del Big Bang y la evidencia más contundente de que todo empezó con un momento supercaliente y denso. Esos 2,7 grados kelvin son lo que mediría un termómetro muy preciso puesto en el espacio vacío. Pero espera un momento. Si el universo está tan frío, ¿cómo es que nosotros no nos congelamos? Porque los 2,7 grados kelvin son la temperatura base, lejos de estrellas y planetas. Obviamente, hay sitios más calientes, como 'radiadores' repartidos por el universo: el Sol está a unos 5500 °C en su superficie; la Tierra, a unos 15 °C de media; y tú estás a 36 ºC.
Pero el universo sigue enfriándose. ¿Cuál es el límite? La respuesta es que la escala Kelvin no tiene números negativos. El 0 kelvin –que son –273,15 °C– es lo que llamamos 'el cero absoluto', y es la temperatura más baja que puede existir. Es como un tope físico, una barrera que no se puede cruzar. No existe el –1 kelvin o el –100 kelvin. La temperatura es una medida de cuánto se mueven las partículas. A 0 kelvin, las partículas tienen la mínima energía posible según las leyes de la física cuántica.
Cuando los científicos hacen predicciones sobre la muerte térmica del universo –una de las posibles formas en que podría terminar todo–, hablan de un estado en que toda la energía está distribuida de manera tan uniforme que todo está prácticamente a la misma temperatura, muy cerca del cero absoluto. Pero, antes de llegar a ese punto, el universo tendrá una larga agonía. Las estrellas más duraderas del cosmos son las enanas rojas, pequeñas y tenues, que realizan la fusión nuclear de forma muy lenta. Mientras nuestro Sol (una enana amarilla) apenas vivirá unos 10.000 millones de años, las enanas rojas pueden brillar durante billones de años. Cuando se apague la última enana roja, el universo se sumirá en una oscuridad de lo más aburrida. Lo que no sabemos es si será estacionaria y eterna o si todo volverá a empezar con un nuevo Big Bang…