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Miércoles, 21 de Junio 2023
Tiempo de lectura: 7 min
No es una abogada estrella. No quiere publicidad. No cobra grandes minutas; a veces ni cobra. Huye de las cámaras. No luce modelitos. Va sin maquillaje. En el estrado no despliega una gran oratoria. Tampoco levanta la voz. Transmite serenidad y calor humano.
Clarke, esta abogada de 71 años, conocido como 'la dulce Judy' por su aspecto afable, no pretende convencer a nadie de la inocencia de sus clientes. Da por sentado que lo que han hecho es horrible y no merecen ser absueltos. No pleita para que sean puestos en libertad. Su objetivo es librarlos de la inyección letal o la silla eléctrica. Hasta ahora siempre lo había conseguido. El joven checheno Dzhojar Tsarnaév, condenado a la pena capital por el atentado de la maratón de Boston que costó la vida a tres personas, es el único borrón en el expediente de esta abogada.
A algunos los ha salvado a a regañadientes, como a Theodore Kaczynski, alias Unabomber, el ermitaño que enviaba cartas bomba. Unabomber se quitó la vida hace unas semanas, cuando cumplía cadena perpetua en una prisión de máxima seguridad. «Judy Clarke es una zorra y una psicópata», decía. Es una extraña muestra de agradecimiento hacia alguien que le había salvado de la pena de muerte.
Clarke lleva 35 años ejerciendo, al principio en casos de poca monta, pero desde 1995 solo defiende causas indefendibles, clientes que muy poco letrados aceptarían si no es de oficio o a cambio de una gran suma. Clarke aceptó ser la abogada de Susan Smith, una madre que puso a sus dos hijos pequeños en el asiento trasero del coche, les abrochó el cinturón y condujo hasta un lago, donde lo precipitó con los niños dentro. Smith abrió la puerta en el último momento y saltó. El vehículo tardó cinco minutos en hundirse mientras ella, en la orilla, se tapaba las orejas con las manos para no oírles pedir ayuda,
«Ese caso me succionó como un agujero negro. Me proporcionó una dosis de comprensión de la conducta humana», recordó en un simposio en la Universidad de Loyola, una de las raras ocasiones en las que se ha sincerado en público, pues no concede entrevistas. «Con frecuencia, los que cometen crímenes terribles han sufrido traumas severos, inimaginables. Sabemos por las investigaciones del cerebro que muchos padecen también trastornos cognitivos que afectan a la esencia de su ser».
El fiscal sostuvo que Smith mató a sus hijos porque le estorbaban en su nueva relación con un hombre que no quería cargas familiares. Clarke indagó en el pasado de la parricida y descubrió que tuvo una infancia difícil: su padre se suicidó cuando ella tenía seis años; fue acosada sexualmente por su padrastro, intentó suicidarse un par de veces...
El asesinato de sus hijos, en realidad, fue otro intento de suicidio que le salió mal. «Aquella noche, en el lago tomó una decisión irracional, horrible... Tomó esa decisión con la mente trastornada y el corazón, desesperado. Pero la confusión no es maldad, y la desesperación no es alevosía», dijo Clarke en su alegato.
Ese caso la catapultó. «Quise ser abogada desde niña. Debatíamos mucho en la familia, reunidos en torno a la gran mesa del comedor. Éramos muy habladores y siempre tomábamos partido. Al empezar la secundaria yo quería ser Perry Mason [un abogado de ficción]», rememora. Procede de una familia republicana. Su padre hizo campaña por el senador ultraconservador Jesse Helms.
Clarke estudió Psicología y Derecho. Comparte bufete en San Diego (California) con su marido, Thomas Speedy. No tienen hijos. Clarke ha ido perfeccionando un método para montar sus defensas. Su equipo pasa meses investigando la vida de sus clientes, las minucias cotidianas, cómo los trataban sus padres, sus amores, sus perros, sus pensamientos más nimios...
Las visitas a la cárcel son diarias y, siempre que el alcaide lo permita, sin esposas o grilletes. Se intenta que haya contacto físico y afecto: apretones de manos, abrazos, miradas... Nada de grabadoras. Luego se toman notas y se discuten en grupo. Ese método sirve para crear un vínculo emocional entre abogado y cliente. Clarke se convierte en la última esperanza, en la única conexión de los acusados con el mundo exterior.
Les pide entonces que se declaren culpables. «Es difícil, casi ninguno quiere al principio». Pero es una condición innegociable. «Lo que les ofrezco es una vida en prisión, enjaulados para siempre. Y tengo que darles una razón para vivir», explica.
Clarke también usa esta relación privilegiada para extraer cualquier brizna de información personal, cualquier cosa que ayude a entender por qué se convirtieron en asesinos. «Ninguna persona debería ser definida por lo que hizo en el peor momento o en el peor día de su vida», sostiene. Por eso reconstruye un retrato complejo, rico en matices. No busca el perdón, sino la comprensión.
Le insiste al jurado para que no solo se fije en el crimen, sino que vean a la persona completa y no solo al monstruo. Basta con que un solo miembro del jurado albergue una duda razonable para evitar el veredicto unánime que se requiere para imponer la pena de muerte. Y para sembrar esa sombra de duda, Clarke necesita construir una narrativa.
Echa mano de todas las fuentes que puede conseguir en el entorno del criminal. Hasta los años ochenta, la historia de cada acusado en el 'corredor la muerte' podía resumirse de un plumazo, una versión telegráfica de sus vidas, empequeñecidas por la brutalidad de sus crímenes. Hasta que llegó Clarke.
¿Por qué lo hace? Porque alguien tiene que hacerlo. Es el sistema... Pero es obvio que ella está en guerra con el sistema, en concreto contra la potestad del Estado de matar. Considera la pena de muerte «un homicidio legalizado». Es una cruzada personal, sí. Pero hay razones más profundas. Y también hay contradicciones.
Por ejemplo, cuando afirma: «Nuestros clientes merecen nuestra lealtad. Tenemos que aprovechar la oportunidad de meternos en sus vidas. Es un privilegio como abogados». Sin embargo, algunos de sus clientes la acusan de poner por delante su propia agenda como activista. Unabomber estaba furioso cuando Clarke alegó que él tenía esquizofrenia. Ya no era un apóstol contra la industrialización, era un loco. Otros se sienten traicionados, engañados por su amabilidad.
Si se indaga en el pasado de Clarke, como hace ella con sus clientes, también hay resquicios por donde asoman algunas claves de su determinación. Su padre murió en un accidente de avioneta. En los años noventa también murió uno de sus hermanos, enfermo de sida. Nunca 'salió del armario' y lo atormentaba lo que hubiera pensado de él su padre.
Por entonces, el senador Helms –amigo de la familia– intentaba bloquear los fondos para la investigación sobre el VIH y Clarke convenció a su madre para que le escribiese una carta en la que le pidiese que no lo hiciera. Helms respondió: «Lo siento por usted y por su hijo, pero eso es lo que pasa por jugar a la ruleta rusa con la sexualidad». Fue devastador. Algo se rompió dentro de Clarke. Y algo se endureció.
Los fiscales la admiran y la temen, pero dicen que es una fanática. Que humaniza a los criminales. Pero que lo hace criminalizando al jurado, trasladándole la culpa. Ella, la abogada del diablo, se defiende: «No podemos minimizar el daño que han hecho esas personas, pero tampoco podemos minimizar el valor del ser humano».