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Animales de compañía

Encerrados con llave (I)

Juan Manuel de Prada

Viernes, 16 de Mayo 2025, 11:03h

Tiempo de lectura: 3 min

El papado es la única monarquía electiva de fuste que sobrevive a los vendavales de la Historia; y como se trata de una institución que, aparte de un poder temporal cada vez más restringido, ejerce un poder espiritual infinitamente sugestivo e influyente, cada vez que se elige un Papa se despierta una universal curiosidad que es algo así como una versión devaluada de la reverencia (o tal vez la única reverencia que una época sórdida y banal como la nuestra puede tributar). La celebración de un cónclave, tan embalsamado siempre de misterio, excita los más abracadabrantes delirios folicularios y estimula la imaginación de los escritores más ineptos, que nos atizan novelas mazorrales y sensacionalistas de intriga vaticana.

El cónclave más prolongado de la Historia no fue en Roma, sino en la vecina Viterbo

Desde la proclamación del Extra omnes, con el que se inicia el retiro de los cardenales, hasta la fumata blanca que anuncia la elección del nuevo pontífice, los cónclaves se convierten en pasto de todo tipo de comidillas y especulaciones. Y, en cierto modo, es comprensible; pues representan un injerto de misterio y ritualidad en medio de un mundo cada vez más anodino y chabacano. Los primeros cónclaves se celebraron en el siglo XIII, que es cuando los cardenales electores empezaron a encerrarse con llave (cum clave) en algún castillo o palacio que les cayese a mano, para evitar en la medida de lo posible las imposiciones y presiones externas. El cónclave más prolongado de la Historia no tuvo lugar en Roma, sino en la vecina ciudad de Viterbo. En 1271, los habitantes de la ciudad, cansados tras casi tres años de deliberaciones y votaciones infructuosas de los cardenales, los sometieron a una dieta de pan y agua y les retiraron las tejas del palacio, dejándolos a la intemperie; de modo que, para protegerse, los cardenales tuvieron que construir cabañuelas de madera. Algunas crónicas de la época, para suavizar la aspereza de los viterbeses, aseguran que las tejas fueron removidas para que el Espíritu Santo pudiera acceder más cómodamente al palacio, sin necesidad de colarse por ninguna rendija. Sea como fuere, la intemperie y el Espíritu Santo agudizaron mancomunadamente el ingenio de los cardenales, que eligieron en pocos días a Gregorio X. Escarmentado por la experiencia, el nuevo Papa resolvió regular la forma de elección pontificia, estableciendo que el cónclave comenzase diez días después de la muerte del Papa y que se celebrase en estricta clausura en el mismo lugar donde éste hubiera fallecido. A los cardenales les quedaba prohibido disponer de fámulos (salvo en caso de enfermedad) y se les advertía que los alimentos se les retirarían progresivamente hasta alcanzar la elección (a partir del tercer día, una sola comida; desde el octavo, a pan y agua), para que no se durmiesen en los laureles. También determinó Gregorio X que podía ser elegido Papa cualquier varón (no necesariamente clérigo) que estuviese bautizado; una regla que, aunque muchos lo ignoren, sigue vigente (pero hibernada, pues en la práctica siempre se elige a un miembro del colegio cardenalicio).

La mayoría de los cónclaves se han celebrado en Roma, aunque algunos lo hicieron –en especial durante la Edad Media– en otras ciudades, como por ejemplo en la francesa Aviñón, donde residieron hasta siete papas, entre 1309 y 1377 (y después, por añadidura, algún antipapa). El último cónclave que se celebró, allá por 1800, fuera de Roma –ocupada entonces por las tropas napoleónicas– lo hizo en Venecia; y el papa elegido, Pío VII, llegaría a estar preso de Napoleón. Desde entonces, todos los cónclaves se han reunido en Roma, aunque no siempre en la Capilla Sixtina; por ejemplo, el cónclave que eligió en 1831 a Gregorio XVI se celebró en el palacio del Quirinal, que fue villa papal antes de convertirse –por usurpación– en residencia de reyes y presidentes de la república (todo en la vida degenera). Aunque ya no hubo ningún cónclave tan prolongado como el que se celebró en Viterbo y concluyó con los cardenales a la intemperie, hubo otros que no se le quedaron a la zaga, como el que terminó eligiendo en 1294 –tras dos años y medio de sesiones– a Celestino V; quien, para más inri, renunciaría al cargo en apenas seis meses, provocando las iras del mismísimo Dante, quien sin contemplaciones lo imaginó inquilino del infierno porque «consumó por cobardía la gran renuncia» (fece per viltade il gran rifiuto). Para compensar el ultraje dantesco, Celestino V sería elevado a los altares algunos siglos más tarde; pero mucho me temo que un verso de Dante pesa más que una canonización. 

Celestino V, al menos, pudo renunciar al papado por voluntad propia; otros 'papables' serían vetados sin contemplaciones durante la celebración del cónclave.

[Concluirá]


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