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Patente de corso

Españoles

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 16 de Mayo 2025, 11:00h

Tiempo de lectura: 3 min

Vista España en frío, no es una sonrisa amable la que asoma a la boca cuando miras nuestro retrato. Históricamente es un lugar que duele. A pesar de que en el paisaje europeo y mundial todos tienen abuelos en cunetas, padres en asilos, cuñados reventando cenas de Navidad e hijos dando por saco, nuestro álbum fotográfico posee imágenes especialmente amargas. Aquí y desde aquí se hicieron cosas malas y buenas, se sacudió la historia universal y se tuvo al mundo agarrado por las pelotas, y para todo eso hay que valer. No es cosa al alcance de cualquier tiñalpa. Con lo mejor y lo peor de nosotros, con nuestras contradictorias luces y sombras, los españoles llenamos la Historia de sucesos y nombres asombrosos: emperadores, artistas, escritores, filósofos, poetas, marinos, descubridores, científicos, guerreros. Unos y otros con victorias y derrotas, con nobleza e infamia. Como todo el mundo, ya digo, pero también más extremados que nadie, como solemos ser en nuestros odios y amores, en este país extraño donde no hay dos que pidan café de la misma forma: sólo, americano, largo, expreso, cortado, sin leche, para mí un poleo. 

Sin embargo, ahí está la paradoja, qué admirables somos cuando pintan bastos. Es asombroso. Qué grandeza de ánimo solidario en las crisis, en los desastres

Para nuestra desgracia siempre nos sobraron curas, analfabetos, idiotas, políticos, espadones y tiranos, y faltaron bibliotecas, cabezas pensantes y líderes a la altura de la sangre y el sudor que derramamos o nos hicieron derramar para nada. Fuimos saqueadores y saqueados, verdugos y víctimas de otros y de nosotros mismos; y en nuestra biografía se mezclan nombres, lugares y hechos tan ilustres como miserables. No es del todo cierto que seamos buenos ciudadanos que nunca tuvieron buenos gobernantes: a esos gobernantes los elegimos nosotros, crecen y medran con nuestra indolencia, nuestra complicidad, nuestro aplauso, nuestros votos. Y gracias a esos sinvergüenzas para quienes la política no es servicio sino negocio, fuimos y somos regidos por nuestra propia ignorancia, envidia, corrupción, egoísmo e incompetencia. Somos borregos esquilados por quienes compran nuestro voto con el dinero que nos roban mediante un infame chantaje fiscal, mientras una y otra vez demostramos al mundo que cada uno de nosotros lleva dentro una guerra civil, y que nadie se suicida históricamente con tanta facilidad como un español con un arma en la mano, un euro del que presumir en la billetera o una opinión en la boca. 

Sin embargo, y ahí está la paradoja, qué admirables somos cuando pintan bastos. Qué grandeza de ánimo en las crisis, en los desastres. Resulta asombroso que justo cuando la cadena jerárquica se va al carajo, cuando el azar y la vida golpean con su cruel periodicidad, pues tales son las reglas naturales, y cuando los responsables de las administraciones públicas —autoridades nacionales, autonómicas y toda la gentuza parásita que de ese negocio vive– demuestran su incompetencia, su egoísmo, su sectarismo táctico y su infame vileza, o sea, cuando el Estado desaparece, se acobarda y se retrae, cuando los poderes públicos ni están ni se les espera, es entonces cuando los españoles, cual si poseyeran el adiestramiento genético de haberse visto durante muchos siglos abandonados a su suerte, se crecen en la adversidad, sacan lo mejor de sí mismos y se vuelven nobles, solidarios, audaces, heroicos. 

Porque no falla, hagamos memoria. Cada vez que una desgracia nos sacude, todos los observadores extranjeros coinciden en su admiración por el modo, casi único en Europa, en que aquí hacemos frente al infortunio y el desastre. Ahí radica nuestra gran paradoja: cuando no pueden confiar en nadie salvo en ellos mismos, los españoles se unen y se hermanan, lo mismo para acuchillar gabachos un Dos de Mayo que para defender una República o tumbarla, apoyar a las víctimas de atentados de ETA, socorrer a los heridos de la matanza de Atocha, reaccionar heroicamente en tiempos de la pandemia de Covid, ayudar a los afectados por las inundaciones de Valencia contrapesando la incompetencia criminal de la clase política, o dar un conmovedor ejemplo de civismo y solidaridad durante el gran apagón de finales de mayo, sin luz ni teléfonos, y posiblemente gracias a eso mismo: que no había luz ni teléfonos. Da que pensar, pues dice mucho de nosotros, que los españoles seamos mejores personas cuanto más desamparados nos deja el Estado. Es terrible, pero también significativo y hermoso, que en esa trágica orfandad nos respetemos y queramos más, nos sintamos más nobles y solidarios, más unidos unos a otros, cada vez que la pandilla de sinvergüenzas que nos gobierna y desgobierna desaparece unas horas o unos días de nuestros televisores, de nuestras radios, de nuestros teléfonos y de nuestras vidas.


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