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La mueca

La muerte no llega sola. Siempre trae algo. No me refiero a las resultas físicas y químicas, que pululan sobre el cadáver, y que prosperan hasta hacerlo desaparecer. Tampoco hablo del dolor y de la fría soledad de una ausencia que se sabe definitiva, para siempre, eterna. Digo que con la muerte llegan estigmas y señas. Me refiero a las brujas y a los espíritus que son cohorte y multitud de esa malnacida.

JOSÉ MARÍA RUIZ RELAÑO

Miércoles, 11 de mayo 2016, 08:13

Asistí anoche al velatorio de mi primo. Saludé a la viuda, la dejé atendiendo a la familia. Fui a verlo. Me persigné y recé un padrenuestro por su alma. Tenía en el rostro una mueca particularmente desagradable. Él nunca fue expresivo. O estaba serio o sonreía, pero nunca compuso un gesto de desagrado. Volví a persignarme, y me di vuelta para salir. Mis ojos toparon con los suyos. Estaba atrás, al fondo, sentada frente por frente. Había pasado sin verla; pero, al volverme, su presencia se impuso con la rotundidad de lo inevitable. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

-¡Qué pena!, ¿verdad?, eso fue lo que dijo.

Se incorporó. Iba de riguroso luto. Recogía su pelo en un moño y lo cubría con un velo negro. Su beso me supo a impostura. Hacía diez años que había dejado de hablarle, ¿qué hacía allí? Salí a la calle a tomar el aire. Ella tornó a sentarse frente por frente, cara a cara con el difunto. No era la imagen de una doliente. Era una triunfadora, gozando del dolor y de la pena ajena. Eso era. Eso es lo que era. Y sin embargo, lloraba; lloraba, porque había que llorar. Y también sonreía; sonreía, porque un gozo inmenso no puede reprimirse. Había deseado y esperado mucho la venganza. El sufrimiento de la espera descompuso su mirada. Miraba a todos y a todo torvamente. Daba miedo.

- ¿Qué hace aquí?, pregunté a la viuda.

Me contestó que sus hijos la invitaron a marcharse, incluso habían ofrecido acompañarla a casa. Como esto fuera inútil, amenazaron con echarla de mala manera, pero se revolvió como una loba. Gritaba, echaba espuma por la cornisura de los labios. Se revolcó por el suelo como una posesa. Desistieron por no dar un espectáculo ante el cuerpo presente del padre.

Me incorporé a las conversaciones. En las pausas, cuando callábamos, persistía en el ambiente un murmullo sostenido. Acaso el murmullo procedía de quiénes conversaban con ella; porque ella movía la boca, como si rumiara garbanzos, y asentía con la cabeza. Un olor fétido que salía de su entorno recorría la estancia de tiempo en tiempo. Desde luego, allí había alguien o algo, además de ella.

Llegó la hora. El párroco revestido de los ornamentos sagrados entró y tomo el hisopo para asperjar con agua bendita. Aquélla bruja se levantó trémula. Desapareció gritando, como un cuervo con las plumas revueltas. Entonces la cara de mi primo recobró la paz de los muertos.

 

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