José María Ruiz Relaño
Miércoles, 11 de mayo 2016, 06:31
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El Santo Padre habrá considerado el mayor bien de la Iglesia, único fin que legi-tima su conducta. Según la prensa, la dimisión se produce porque, ante el mal rabiosamente enquistado en las entrañas del Vaticano, el Papa ha percibido que la adecuada sanación exige una energía que supera ampliamente sus menguadas fuerzas. Y se retira, para que del Cónclave emerja esa nueva savia, hoy tan precisa: un Padre con el coraje y con el empuje que demanda la convulsa situación por la que atraviesa la Iglesia.
Si (como se sugiere) el mal anduviera instalado en lo más íntimo y profundo del Vaticano (signo apocalíptico) es obvio que tiene que hacerse una limpia enérgica, extirpando lo corrupto y cauterizando la herida. Habría que arrancar de cuajo la mala hierba para lanzarla sin misericordia a la hoguera. Y, entretanto, no debemos conferir tregua a oportunistas malintencionados que, echándose al río revuelto, se enfangan en el lodo y engallan la cresta para pavonearse de la situa-ción.
No hay sino motivos de alegría, porque el heraldo de la limpieza está listo y des-de el otro lado de la puerta golpea insistentemente. No nos alarmemos. Aun en la improbable hipótesis de que la Iglesia hubiera caído en horrendos pecados (que acaso los haya, como haberlos los hay en toda obra humana), bastaría sin embargo que un solo sacerdote, al elevar el pan y el vino, nos ofreciera al mismo Cristo, diciendo 'Comed y bebed' para que aquella la Iglesia y su pervivencia en sanidad y santidad nos salga a los cristianos a muy buena cuenta. Es tan grande el fruto a obtener la presencia real del Señor que no hay parangón con las presuntas faltas que estaría ocultando el Vaticano, si las hubiera.
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