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ALFREDO YBARRA
Miércoles, 11 de mayo 2016, 08:48
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La brisa en el collado no duda en hacerse de terciopelo y la mañana despabila en un compás rumoroso del que el Jándula alardea con su espejo de guión profundo, que extático da a la caza alcance. Es la grandeza de la soledad sonora, la de los bienmedidos sol y sombra, la del horizonte onírico. Es la sierra de los claros luminosos, de las umbrías acogedoras, la que turba con su inmensidad vegetal y sus peñas grises de cristales negros y blancos. La del panorama apacible, la del granito rosa y las pizarras imposibles. La de las largas lomas de cumbres laminadas. La de las lastras hechas letanías. La de los angostos rincones septentrionales con ventanales a océanos infinitos. Serranía de bíblicas rocas, de matorrales aromáticos, de susurros de viento entre acículas; la del parloteo del agua, la del murmullo leve entre las hojas de las encinas, la de los peñascales dorados; la de la voz diáfana. La del cielo hondo. Sus parajes se llenan de matices naranjas y pardos, el aire puro y el clima templado impregnan estos pagos de aromas que hacen de la estación otoñal un plácido deleite donde perderse.
Es tiempo de berrea. Baja el ciervo, de grito y prisa, rompiendo con su bramido las equidistancias, el aire, la mañana; despeinando las crines de la brisa. Todo el monte retumba y se encampana, se le eriza el latir y se emocionan la jara y el lentisco. Monte abajo está el mundo con la razón a trompicones. Borra el rito las palabras y el aliento, y, en el roquedal, queda escrito un poema nunca dicho. El ramaje es lienzo y la bóveda del cielo se hace una inverosímil arquitectura donde cobijar los anhelos.
La experiencia de la berrea sobrecoge si uno va con los sentidos dispuestos a la ebriedad natural. Se conmociona el ánimo en esos amaneceres frescos y a la par candeales del otoño, o a la caída de la tarde, con esa luz que pierde brillo y gana en rotundidad y en variedad de tonalidades, con esos aromas que las entrañas de la sierra despide, cuando puede verse a los grandes machos competir por el territorio y las hembras, estableciendo una jerarquía a base de bramidos, persecuciones y topetazos a espadas. Eso abre caminos para el planeo abisal de nuestra médula. En la matización de la luz del otoño, la vida logra desarrollarse con suma plenitud. Representa el desarrollo y el cambio. Es el esplendor mudo que participa en el cotidiano vivir.
Es la belleza de una madurez torneada por los siglos en el pausado trasiego de la vida. El Jándula está en celo y la sierra es yunque de instinto.
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