PARTE TRASERA DE LA ANTIGUA IGLESIA DE SANTIAGO. JOSÉ CARLOS GONZÁLEZ

La ciudad nos habita y nos llama

OPINIÓN ·

«La ciudad que me habita me pellizca por dentro, me hiere con la daga del Amor»

ALFREDO YBARRA

ZAGUÁN

Lunes, 22 de septiembre 2025, 13:03

Después del verano y de la feria, la ciudad vuelve a sus quehaceres acostumbrados. Y hoy a la hora de escribir no puedo sino sentir su aliento (cargado de añosos desánimos), la húmeda voz de sus ancestrales sentires que se filtra desde la gruta sagrada donde habita el duende de Andújar. Duende que refleja la esencia, lo indecible, lo inefable, el sordo canto que se despierta «en las últimas habitaciones de la sangre».

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Uno no puede decir que es de Andújar porque habite en ella, uno es de este lugar cuando es este lugar el que lo habita a uno. Cuando se tiene conciencia de que un hogar es la homérica Ítaca de nuestra quimera, es absurdo pensar que se pueda siquiera pretender habitarlo, cuando, siendo, como se es, fundamento de emociones, lo esencial, lo real, es reconocerse habitado, ser un hábitat. De un lugar nos habitan, junto a su realidad, unos mitos propios, su alma, que se revela desde nuestros personales sentires. Construimos los significados a partir de símbolos, no vemos, no sentimos las cosas por sí mismas sino por lo que representan.

Más aún, por lo que representan en nuestra muy individual experiencia real y onírica. ¿Qué crisol hemos construido para que Andújar nos habite y nos llene de plenitud? ¿Qué perfil de la ciudad hemos tallado como propio? ¿A qué hecho, a que esquina de la historia acude nuestra memoria? ¿Qué logros, qué triunfos, qué fracasos, qué sueños, qué inquietudes, que rostros, qué susurros de plenilunio, qué epifanías, ovillan la madeja de nuestro ser Andújar? ¿Acaso conocemos de qué color es ese hilo que conforma nuestras venas? ¿Nos interesamos por comprenderlo, por trenzar con él un nuevo atavío para la ciudad, para nosotros?

Los dueños de las canonjías, descuidados del astrolabio, en el tiempo se han empeñado en bogar en los estanques lacios, y los propios ciudadanos, tibios, a los que le tiembla el candil, solo ven el horizonte por una estrecha tronera. Frente a la espesa y brumosa enramada que guarda la caverna del pueblo, diezmado quedó el coraje andujareño, su papel cosmopolita, sus sueños polícromos, su visión de modernidad, su cariz diverso, su pulso enjundioso.

La ciudad que me habita está construida de paisajes emocionales, de edificios nostálgicos, de jardines de voces reveladoras y luminosas, de cielos encendidos, de impares crónicas, ninguneadas y tergiversadas una y otra vez (¡ay! cuántas elipsis); de nubarrones, de lluvias y tormentas, de una enhebrada sinfonía, de un éxtasis sublime bruñido por la poesía de los elfos, por la música del aire.

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La contemplo hoy tan orgullosa en su medianía, intacta en su fanal de brumas y de ensimismamiento, contándose y embotándose con su ufana milonga, con su pereza argumental. Siempre tuvo Andújar una cultura caleidoscópica y robusta, reducida con los años a algo trivial, un fútil remedo de su poliédrica sustantividad.

Orgullosa se proclama desde su inquebrantable autocomplacencia. Tal vez el perfil que más predomina de la ciudad es aquel que ya Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, recogiera en el refrán: «A cabo de rato, Andújar», que hace referencia a cómo las tropas de Andújar llegaban tarde a la batalla en la conquista de Granada. Con la ciudad, altanera y desdeñosa que sigue sumida en un permanente cancaneo que la aleja de las fértiles constelaciones convive esa otra Andújar que quiere regenerarse, reinventarse en el talento, que quiere revelar la grandeza de su memoria y aferrarse a toda esa energía que guarda, y construir un futuro de progreso y cultura, de vivo compromiso con el alma de la ciudad. Ese es el carácter regio protoandujareño.

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Deberíamos ahondar en la ciudad que nos habita, que nos pregunta: «¿Y yo quién soy en vosotros?». Andújar nos llama a sentirla a flor de piel, a flor de alma. Nos hace patente la necesidad de resignificacarla y que abra las cancelas del crepúsculo, que encienda su cúpula sagrada. La ciudad que me habita es la ciudad de la seducción inefable, de los amaneceres que se convierten en los primeros amaneceres del mundo. La ciudad que me habita me pellizca por dentro, me hiere con la daga del Amor, canta en la Fuente Sorda su melancólica marea, como un pájaro suspendido en su propia luz, en los hilos de un invisible pentagrama que dibuja un salmo jubiloso, que en realidad no existe, que es una invención de la Andújar nigromante que embelesa a quien ella habita con un sueño sublime.

Una Andújar confidente de sentires, quereres y misterios que entonces te implora que te levantes levantándola así a ella, que en ti la hagas caminar.

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